Espiritualidad
de san francisco de Asis
Advertencia: No pretendo escribir una vida de san Francisco. Me limito a hacer un resumen y algunas acotaciones personales, con mi
juicio, teniendo en cuenta
fundamentalmente la vida san Francisco de
Joergensen, al estar cronológicamente ordenada. La completo con vida de Celano,
de San Buenaventura, las Florecillas, la de de Chesterton y la novelada de
Kazantzakis. Todas ellas están competas en internet. Os aconsejo que las leáis,
ya que son preciosas. La vida novelada del último, premio nobel de literatura,
es de una belleza extraordinaria. Tiene también una novela titulada” Cristo de
nuevo Crucificado”, que es una joya de la literatura universal.
Introducción
Francisco Era el mayor de los hijos de uno de los hombres más opulentos de
Asís, el comerciante Pedro Bernardone. Se instalaron en Asís, que es una de las
ciudades más antiguas de Italia. En catedral de San Rufino se bautizó día 26 de septiembre del año 1182, con el nombre
de Francisco.
Su padre le introdujo en el oficio de comerciante. Francisco, por su
posición económica, era un muchacho bien vestido y derrochaba el dinero con los
amigos. Estando en la tienda de su padre, despidió bruscamente a un mendigo que
llegó a pedirle limosna. Se sintió apenado por Su postura y pensó: “Si este
hombre hubiese venido a mí de parte de
alguno de mis nobles amigos, de un conde o de un barón, yo, sin duda, le habría
alargado el dinero que me pedía pero he aquí que ha venido en nombre del Rey de
los reyes, del Señor de los señores, y yo no sólo le he despedido con las manos
vacías, sino con la vergüenza en el rostro. Resolvió no negar en adelante cosa
alguna.
La visión de Espoleto
Francisco cayó enfermo y la convalecencia supuso para él una
sacudida interior. Después de haber estado al servicio de un noble de Asís, de
nuevo cayó enfermo y tendido estaba en lecho, medio despierto, medio dormido,
cuando de repente oyó una voz que le preguntaba a dónde se dirigía. A la
Apulia, contestó el enfermo, para ser allí armado caballero. – Dime, Francisco,
¿a quién vale más servir, al amo o al siervo?
Al amo, ciertamente. – ¿Cómo, pues, vas tú buscando al siervo y dejas al
amo?, ¿cómo abandonas al príncipe por su vasallo?
Francisco entendió, por fin, quién era su
invisible interlocutor y exclamó como en
otro tiempo, san Pablo: – Señor, ¿qué quieres que haga? A lo que
contestó la voz misteriosa: – Vuélvete a tu patria; allá se te dirá lo que
debes hacer. Toda la noche estuvo
despierto intentando indagar la respuesta. Llegada la mañana, se levantó, y
emprendió la vuelta a Asís (TC 6; 2 Cel 6). Al pasar por Foligno en su viaje de
regreso, vendió su caballo, y compró otros vestidos (AP 7). Al llegar a Asís,
sintió la necesidad de retirarse a la soledad y pensó en darle sentido a su vida. El Señor de nuevo le dio un toque
y de repente cansado del mundo y sus
vanidades, fue invadido, nos dice él, de inefable gozo que le sacó fuera de sí,
privándole de toda sensibilidad y de toda conciencia…– Sus amigos, que veían
algo raro en é, le preguntaron Francisco, ¿qué ideas son las que te tienen ahí
clavado? ¿O es algún noviazgo? Ël, también con ironía, les respondió: “Sí, yo
pienso en casarme; pero habéis de saber que mi prometida es mil veces más
noble, rica y hermosa que cuantas doncellas habéis visto y conocido vosotros.
Una carcajada estrepitosa fue la respuesta. Francisco empezaba a ver un nuevo
mundo que se abría a sus ojos.
El
beso del leproso
San Antonino de Florencia nos
dice que en este momento «Vivía y oraba escondido en la soledad de las grutas”.
La oración en la soledad, el silencio lejos del tumulto y la lectura del
evangelio era lo único que le llenaba. A pocos pasos de la ciudad había una
gruta, adonde Francisco se retiraba a
encontrarse consigo mismo y con Dios. En estos silencios leyó, meditó y gravó
en su corazón estas palabras del evangelio, que iban a ser el paradigma de su
vida.
Le impresionaron, según sus biógrafos estos textos, que iban a
transformarle como un evangelio viviente: Jesús dijo al joven rico: Si quieres
ser perfecto, anda, vende tus vienes, da el dinero a los pobres, y luego ven y
sígueme (Mt. 19.21). El que quiera venir en post de mí, que se niegue a sí mismo. Que cargue con su
cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la
pierda por mí la encontrará (Mt. 16,24). Señor déjame primero ir a enterrar a
mis muertos. Jesús le replicó. Tú sígueme y deja que los muertos entierren a sus
muertos MT. 8, 21).
“Amad a vuestros enemigos,
haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los
que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra, al que te
quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide
dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo
reclames (Mt.6, 27-31)”
“Vosotros en cambio no os dejéis llamar Rabbi, porque uno sólo es vuestro
maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en
la tierra. Porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo….El primero entre
vosotros, será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se
humilla será enaltecido” (Mt. 23, 8-12).
“Todos los que
habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo os habéis sido revestidos .Ya no
hay distinción entre judío y no judío, entre esclavo y libre, entre varón o
mujer, porque todos vosotros soy uno en Cristo Jesús” (Gal. 3, 27). En aquella caverna sombría y solitaria encontró Francisco su oratorio,
encontró lo que sería el camino de su vida. Comprendió que tenía que identificarse
con Cristo: Su esposa es la pobreza, su vida Cristo, su camino
la cruz, su meta la fraternidad entre los hombres; sus ojos estaban llenos de brillante luz para descubrir las maravillas de la
creación y su todo, a Dios y Cristo crucificado, con Él que permanecía horas y
horas en éxtasis. Su mundo no es la
tierra, sino el cosmos lleno de estrellas y constelaciones y la tierra llena de
plantas y aves, en las que descubre el
rostro y la luz de Dios.
Su nueva visión de la
vida, que el mismo Dios le ha revelado, es cristocéntrica, evangélica,
optimista, de una simplicidad casi divina, y es el hermano universal, que ama a
los hombres, al hermano sol y al hermano lobo. Dios poco a poco lo irá
purificando hasta llegar a abrazarse a la cruz sangrante del Cristo
crucificado. Pero sigamos vislumbrando los cambios que se van produciendo en
él. Su otra pasión era Cristo y emprendió el camino de Roma, cuna de la
cristiandad, donde estaban enterrados Pedro y Pablo. Las crónicas nos dicen
poco de su peregrinación.
Vuelto de Roma se dedicó especialmente a cuidar a los leprosos. A fines del siglo XIII ascendía a
19.000 el número de estos benditos asilos, donde los leprosos vivían en una
especie de comunidad conventual. Muchas veces Francisco pasaba y le daba
repugnancia por el hedor el pasar por este lugar. Un día en la oración el Señor
le dijo: “Francisco, si quieres conocer mi voluntad, has de despreciar y
aborrecer cuanto aman y apetecen tus sentidos. Cuando esto hayas logrado,
entonces te será amargo e insufrible lo que antes te era dulce y deleitoso, y
hallarás gozo y contentamiento en lo que antes detestabas”. Salió a la calle y
vio a un leproso, andrajoso y mal oliente. Su instinto fue volverse, pero se
acordó de aquella voz que le dijo: “Lo que te era odioso te será en adelante
dulce y amable». y se acerca a él, le
besa la mano cubierta de asquerosas llagas y lo abraza, ya que había
comprendido que en su dolor era hermano suyo e hijo amado de Dios”.
El crucifijo de san Damián
En tiempo de la juventud de Francisco había cerca de Asís, a poca distancia
de las murallas, una vieja iglesia de San Damián. En ella había un crucifijo
bizantino en el altar mayor, y ante él se arrodillaba Francisco para orar. Un
día vino a venerar la devota imagen del Crucificado. Fijos los ojos en el
divino rostro coronado de espinas, rezaba. Oyó la voz del Cristo que le decía: “¡Francisco,
ve y repara mi casa, que se derrumba!. ¡Señor, respondió, con el mayor gusto cumpliré tu deseo!”.
. Al salir encontró al
rector de la iglesia, un sacerdote anciano, lo saludó, besándole la mano y sacó
una moneda de oro y se la entregó al anciano diciéndole: “Os ruego que empleéis
este dinero en aceite para la lámpara del Santísimo, y cuando se os haya
acabado, os suplico que me lo aviséis; porque deseo que no falte jamás”.
La reparación de la iglesia de San Damián iba a demandar mucho más dinero,
y Francisco sin dudarlo cogió de la tienda de su padre varias piezas de género,
las puso sobre un caballo y se fue con ellas a Foligno para venderlas en el
mercado de aquella ciudad. Hecha la venta entregó al sacerdote la cantidad para la
reconstrucción de la Iglesia (TC 16; 1 Cel 9). El sacerdote no quiso aceptarla
por temor a su padre. Vecina a la casa del sacerdote había una gruta, donde
estableció su habitación secreta; allí pasaba los días y las noches, entregado
a la oración y al ayuno. (Rm 8,26). Entre tanto, su padre Pedro Bernardone
volvió de su viaje, y no halló en ella a Francisco. Pica su madre no sabía su
paradero o no quiso decírselo, lo averiguó y fue en su busca suya. El anciano
cura, asustado por la postura del Padre, le devolvió el dinero, que le había
entregado su hijo.
En
el predominaba este pensamiento: “La vida de Cristo debe reproducirse en cada
cristiano”. El debía de ser un Cristo viviente. De la lectura de la carta a los
romanos 8 le impresionaron estas frases: “Los que están en la carne no pueden a
gradar a Dios. Pero vosotros no estás en la carne, sino en el Espíritu, si es
que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el
Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo
está muerto por el pecado, pero el Espíritu vive por la justicia. Y si el
Espíritu del que resucitó a Jesús de los muertos habita en vosotros, el que
resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros
cuerpos mortales, por el Espíritu que habita en vosotros” (Rom. 8,8-12).
Estas palabras marcaban las líneas
maestras de su mística. Fue el hombre que en su totalidad, se identificó más
con Cristo hasta el extremo de que muchos dijeran que estaba loco. Otros santos
se han distinguido por algún tipo de virtudes. Francisco es de una tal talla espiritual, que es dechado de todas las
virtudes. Solo podemos decir que sobresale de una manera especial en algunas,
porque es modelo de todas. Es un hombre penitente y austero; sembrador de paz y
concordia; va por el mundo derramando compasión y misericordia; es una
evangelio vivo; tiende su mano a los leprosos y andrajosos, que encuentra en el
camino; vive con radicalidad la sencillez evangélica; su dama es la pobreza; su
amor a Cristo es absoluto y a los hermanos casi infinito; es el siervo y esclavo de todos; donde hay guerra pone la
paz; su alimento es la eucaristía, su gran amor a Cristo crucificado es
desbordante, al ser el mismo un crucificado con Cristo. Puede decir como Pablo:
“Vivo yo pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”.
Renuncia a su
Padre
Nos cuenta san Buenaventura lo que hizo el padre de Francisco, cuando se enteró de lo que había hecho su
hijo, corrió, todo enfurecido, a San Damián. Francisco, al oír los gritos y
amenazas, se escondió en una cueva. Unos días más tarde se reprochó su cobardía,
abandonó el escondite y marchó a la ciudad de Asís. Sus conciudadanos, al verlo
en el extraño talante que presentaba, lo tomaron por loco. Tan pronto como el
padre oyó el clamor del gentío, acudió presuroso y sin conmiseración lo
arrastró a casa, lo azotó y lo encerró encadenado. En medio de tanta
adversidad, Francisco, lleno de profunda alegría, daba gracias a Dios y se
sentía más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido. No
mucho después se vio precisado el padre a ausentarse de Asís, y la madre libró
al hijo de la prisión, dejándole partir. Francisco retornó al lugar en que
había morado antes. Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo,
corrió bramando al lugar indicado para conseguir apartarlo de su propósito, al
menos alejarlo de la provincia. Francisco, confortado por Dios, salió
espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre y le manifestó que estaba
dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo.
Viendo el padre que le era del todo imposible cambiarle de su
intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado,
por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor. Intentaba después el padre llevar al hijo
ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a
los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se
manifestó muy dispuesto a ello Francisco y, llegando a la presencia del obispo,
no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna,
sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al
padre. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu, se quita hasta los
calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo
a su padre: “Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí
en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado
todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza”.
Al contemplar esta escena el obispo,
admirado del extraordinario fervor de Francisco, se levantó al instante y
llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo
vestía. Ordenó luego a los suyos
que le proporcionaran alguna
ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. En seguida le presentaron un
manto corto, pobre y vil,
perteneciente a un labriego que estaba al servicio del obispo. Francisco lo
aceptó muy agradecido.
Este es el momento más decisivo de la vida. Se abraza a la pobreza,
rompe todos los lazos que le unen a la tierra, se trasforma en el hombre más
libre de la historia, empieza a ver el
mundo con ojos divinos y comienza a caminar por las estrechas calles de Asís
con una mirada distinta. Sin cambiar la ciudad, ha cambiado el paisaje, porque
lo contempla con unos ojos nuevos. Desde
este momento la pobreza es su compañera, querida, mimada y amada como si fuera
su novia, con la que se ha desposado para toda la vida Su anclaje está en Dios
no en las riquezas humanas. En lenguaje humano muchos dirán que era un loco.
Quedé sorprendido de que el mismo dijera: Y me dijo el Señor que quería que yo fuera un nuevo loco en este
mundo.
Después de la ruptura con
su padre, Francisco va a la ciudad de Asís y se recluye en la soledad para solo
oír la voz de su nuevo Padre, Dios, para
escucharle en el silencio. Sube hacia el valle de Espoleto, en busca de
las más altas cimas, en las que percibe la cercanía Dios. Bajó a Gubbio,
cercana a Asís, en busca de un amigo de su juventud, el cual le proporcionó un
vestido que es el que usaban los antiguos ermitaños: Un sayal tosco, un
cinturón, unas sandalias y bastón de peregrino. A continuación estuvo en un
Hospital de leprosos, curando sus llagas y limpiando sus úlceras. Para él eran
los abandonados del mundo y los pestilentes de los que todos huían. Vuelve de
nuevo a San Damián y pide permiso al Obispo para restaurar el templo. El viejo
sacerdote que con tanto cariño lo acogió, se alegró de su vuelta. ¿Cómo recoger
dinero para arreglar en templo? Pedir como un trovador vagabundo por las calles de Asís. Con lo que
recolectaba iba el haciendo la obra de mampostería. El viejo anciano lo calmaba
de atenciones y compartía con él su pobre comida. Un día Francisco, pensó por
inspiración divina: “Esto no es
vivir como pobre, que es todo mi deseo; no, un verdadero pobre va de puerta en
puerta mendigando, escudilla en mano, su cotidiano sustento y recibiendo lo que
las gentes se dignan alargarle; y eso tengo yo que hacer en adelante”.
Al día siguiente salió Francisco con su escudilla como un mendigo a pedir
limosna de cada en casa. Volvió a San Damián y dijo al sacerdote que en lo
sucesivo buscaría su propia alimentación. En Asís se comentaba que el Hijo de
Pedro Bernardone se habían vuelto loco.
Nuevo rumbo a
su vida
E
n una de esas misas matutinas de su capillita de la Porciúncula día de
febrero de 1209, oyó Francisco recitar este pasaje del evangelio: « Luego los
envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos, diciéndoles: “No
llevéis nada para el camino. Ni bastón, ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco
tengáis dos túnicas cada uno. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os
vayáis de aquel sitio y sin algunos no os reciben, al salir de aquel pueblo,
sacudíos el polvo de vuestros pies como testimonio contra ellos. Se pusieron en
camino y fueron de aldea en aldea, anunciando la buena noticia y curando en
todas partes.(Lc.9, 2-6).
Después
de la lectura de este evangelio Francisco descubrió que tenía que seguir un
nuevo camino “El Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del
santo Evangelio. El Señor me reveló que dijésemos el saludo: “El Señor te dé la
paz». Al leer el Evangelio exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que
yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica»
(1 Cel 22; TC 25; LM 3,1).
De restaurador de iglesias se a transformar en un misionero itinerante
anunciando la buena nueva de Jesús por el mundo. No quería ser un monje
únicamente dedicado a la contemplación, sino un misionero andante predicando no
solo con su palabra, sino con el testimonio de su vida austera. Se le fueron
agregando compañeros, ya que en Asís, era admirado por los que antes le
criticaban. Con ese grupo inicial fue a
Roma para que el Papa bendijera su obra.
La marcha a Roma y la primera regla
Viendo
el siervo de Cristo que poco a poco iba creciendo el número de los hermanos,
escribió con palabras sencillas todas ellas recogidas de los evangelios, que se
los sabía de memoria. Estas reglas eran el evangelio puro, visto desde la
radicalidad y sin componendas. El y sus hermanos no podían poseer nada. Marchó
a Roma con sus compañeros. Sometió al Papa la nueva regla. En Roma encontraron al obispo de Asís, Guido,
quien se alegró al verlos.
El obispo había hablado ya
al cardenal Juan de San Pablo, hombre de curia, de la vida que llevaba Francisco y de sus hermanos. El
Cardenal los llamó, los hospedó en su casa y los recomendó al Papa Inocencio
III. Francisco le presentó su proyecto de vida. Quedó conmovido por su vivencia
evangélica y tal vez pensó que era una utopía, que sólo podrían aguantarla unos
superhombres. Pensó dilatar la aprobación.
Para muchos cardenales era una denuncia implícita a su forma de vivir.
Inocencio III había quedado impresionado por las palabras del Cardenal Juan de
San Pablo en favor del proyecto de Francisco: “Si rechazamos la demanda de este
pobre como cosa del todo nueva y en extremo ardua, siendo así que no pide sino
la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello
una injuria al mismo Evangelio de Cristo. Pues si alguno llegare a afirmar que
dentro de la observancia de la perfección evangélica o en el deseo de la misma
se contiene algo nuevo, irracional o imposible de cumplir, sería convicto de
blasfemo contra Cristo, autor del Evangelio”.
Al oír estas palabras,
Inocencio III se volvió a Francisco y le dijo: “Ruega, hijo, a Cristo para que
por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente,
podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos”. Cuando se
presentaron ante el pontífice, Francisco, después de narrarle una parábola, le
dijo: “No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del
Rey eterno.”
Además
les contó el papa Inocencio una visión celestial que había tenido esos mismos
días, asegurando que habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber
visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y
que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la
sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra. Y exclamó: “Éste
es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia
de Cristo”.
Finalmente, al reconocer en
Francisco al hombre que sostenía la basílica ruinosa, el papa quedó convencido
de que allí estaba la mano de Dios. Aprobó
la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le
acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera
la tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios. El
aprobar oralmente una regla, como hizo Inocencio en esta ocasión, no
significaba entonces una especie de simple tolerancia. Venía a ser una
verdadera aprobación, gracias a la cual no afectó después a los hermanos
menores la prohibición de que se redactaran nuevas reglas monásticas, dictada
por el concilio IV de Letrán en 1215.
Espiritualidad
Es muy
difícil definir cuál es la espiritual de San Francisco de Asís, ya que salta por encima de todos los moldes del
pasado, y empieza un camino nuevo. Ha roto con la forma de vivir de los monjes,
aunque su camino espiritual de contemplación es superior a ellos. Para él la
soledad, es lugar de encontrar a Dios. Su vida, sin embargo está en la calle.
No quiere vivir, como los monjes en los suntuosos monasterios, sino en chozas
barnizadas con barro. Los monasterios
tenían sus posesiones, el no posee nada. Vive de limosna y del trabajo
de sus frailes. Los monasterios tienen un abab, ellos un guardián, ya que
detesta a todo lo que pueda parecer poder y dominio.
Los monjes
viven encerrados en los claustros de los monasterios, lo nuevos frailes son
andariegos y peregrinan de ciudad en ciudad, con una pequeña mochila a cuestas,
sin dinero, sin provisiones, viven de lo que les dan en los pueblos en que misionan.
Nace una nueva visión del mundo, que va a abrir un camino de esperanzas, que se
ha llamado el espíritu de Asís y una nueva lógica muy distinta a la de las
cruzadas e incluso, con una mentalidad distinta a San Bernardo de Claraval, que
está muy cerca de él. Era muy propio de la época el convertir a los musulmanes
que tanto daño estaban haciendo al cristianismo. En 1219 se embarcó rumbo a
Egipto, donde se encontró con el sultán Alkamil, al que no logró convertir,
aunque quedó admirado de san Francisco. Volvió de nuevo a Italia, enfermo de
malaria y tracoma y con la vista muy disminuida. A su marcha confió la
dirección de la orden a Pedro de Cattaneo y al fallecer este a Elías-de Cortona.
A partir de este momento no intervino directamente en el gobierno, aunque aua
hermanos seguía teniendo por él un gran respeto. En este momento empezaron a
surgir las divergencias sobre cómo entender la pobreza.
Decía que
era muy difícil profundizar cuál es su espiritualidad o si queréis en su
carisma. He leído últimamente muchos estudios sobre san Francisco, me han
gustado, pero es casi imposible abarcar la grandiosidad de este personaje con
unas letras muertas y sin vida. He llegado a la conclusión de que es el hombre,
que ha escalado la cumbre más alta de la santidad en la historia de la iglesia.
Todas las virtudes las posee en sumo grado. En ocasiones es tal su grandeza,
que lleva uno a creer que vuela por encima de la misma naturaleza humana, ya
que no se deja llevar por la lógica de la razón. Él mira más a Dios que a la
tierra en sus éxtasis místicos y cuando vuelve a la tierra descubre una luz
nueva, que nosotros, pobres mortales, con nuestros ojos miopes, no podemos
comprender. En él manda más el corazón que la razón y el corazón de Francisco
late impulsado por el amor de Dios. Está tan cierto de lo que Dios quiere de
él, y tiene tanta seguridad, que no permite que nadie apague esa llamada y luz
que Dios sembró en su corazón:...”no
quiero que me mencionéis regla alguna, ni de san Benito, ni de san Agustín, ni de san Bernardo, ni otro camino o
forma de vida fuera de aquella
que el Señor misericordiosamente me mostró y dio…”(EP 68) y “si
alguien te dijere o sugiriere algo que estorbe tu perfección, o que parezca
contrario a tu vocación divina, aunque estés en el deber de respetarle, no
sigas su consejo, sino abraza como pobre a Cristo pobre” (2Cta Cl
17-18).
Su lógica,
aunque a algunos les pueda parecer insubordinación, es clara. Dios está por
encima de todo. No vale acomodarse a la lógica humana, antes que a la divina.
Muchos lo trataron de loco y el les respondió de esta manera: “Y me dijo el Señor que quería que yo fuera
un nuevo loco en este mundo...” (EP
68). San Pablo también era un loco: “Los judíos piden señales, los griegos
buscan la sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado,
escándalo para los judíos, locura para los gentiles. Porque la locura de Dios
es más sabia que la de los hombres, y la
flaqueza de Dos más poderosa que los
hombres” (1 COR. 1, 22.).
”Los hombres
no entendemos, que el fuego divino, que
se encendía en el corazón de Francisco, en aquellos largos silencios de
oración, lo trasformaban de tal suerte, que no podía vivir sin seguir su
llamada. La experiencia mística le trasforma, hasta el extremo, que Dios invade
toda su vida o mejor su existencia. Pero Francisco, cuando vuelve de Dios no está
en las nubes. Comprende asentado en la tierra, que hay una nueva forma de vivir
fundada en la hermandad de todos los
hombres en Dios, que es nuestro Padre y decide reunir a unos hombres, que
quieren seguir sus pasos. Muchos dirán que es un utópico, un idealista, pero
miles de hombres, algunos muy cultos, dejan sus tierras y sus cátedras y le
siguen. El no con palabras, sino con su vivencia en la humildad y en el
silencio más profundo, demuestra al mundo, que es capaz de enarbolar la bandera
del amor universal.
En su forma de vivir, sin acritud, con
tolerancia, sin critica a aquella sociedad paganizada. Decía Benedicto XVI: “En toda la Historia no hay
ninguna crítica tan tajante ni más aguda a la Iglesia, que la hecha por
Francisco a través de su forma de vida”.
Francisco
ha descubierto una cosmovisión nueva del mundo y una pedagogía que no está
fundamentada ni en espada, ni en la intemperancia o intolerancia, ni en la
fuerza, sino en la hermandad, el silencio, la contemplación, la tolerancia y el
servicio. No busca en sus hermanos grandes gestas, ni estudios sublimes, ni
grandes palabras, sino que sean testigos vivos del evangelio y hombres nuevos
renovados por dentro en la más absoluta
humildad y simplicidad. Busca un mundo en el que reine la paz, la hermandad y la justicia. Su mensaje es universal, ya
que el espíritu de Asís no hay que entenderlo a la letra, sino en lo que lo trasciende.
Era un místico.
Celano dice de Francisco: “Totus
non tan orans quam oratio factus”. “No sólo era un orante, sino que se
vida se había hecho oración”. Era un místico ya que tuvo una experiencia de Dios maravillosa. Dios
cautivó toda su vida. Pero quiero hablar de la mística en sentido amplio. Karl
Rhaner decía que el hombre del siglo XXI o
sería místico o no sería nada. En esta época del vértigo, de la prisa,
de lo colectivo, de los ruidos que nos envuelven, el hombre necesita la
intimidad con Dios, el recogimiento, el encontrarse consigo mismo, el desierto.
La autonomía secularizante nos ha hecho hombres masas, arrastrados por el ambiente. Necesitamos el desierto, no
basta la comunidad o la fraternidad tan necesarias. El destino se lo forja cada
uno en su intimidad, en su mudo interior. Francisco fue
maestro de buscar estos silencios. Charles de Focauld se retiró al desierto
para huir del estrepito y de los humos de Paris.
Es encantador por su simplicidad. En el verano de 1224 Francisco trasladó al monte Alverna para celebrar
la cuaresma y la fiesta de la Asunción. Lo
acompañaban los hermanos León, Ángel y Maseo. Al llegar construyeron unas chozas
de cañas cubiertas con barro, en las que cada uno ser retiraba a orar.
Francisco les dijo: “Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para
vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a
solas y recogido en Dios, llorando ante Él mis pecados. El hermano León, cuando
le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua; les dio la
bendición y se fue a la choza hecha junto al haya; y cada uno de sus compañeros
a la suya”.
Francisco oraba por sus hermanos. En esos momentos estaba muy preocupado,
porque él quería que sus hermanos fueran hombres “de un solo libro y de una
sola pluma”; y muchos de ellos tenían otros libros y estudiaban Derecho Eclesiástico
o Teología y dejaban la contemplación y
el retiro, apartándose del espíritu evangélico. En la noche siguiente no
durmió… le despertó un Ángel y le dijo: “Francisco, yo vengo a hacerte oír un
poco de la música que nosotros gozamos allá arriba delante del trono de Dios”.
Dicho esto, apoyó la viola en su mejilla e hizo con el arco una sola pasada por
las cuerdas, y fue tal la suavidad de la melodía, que llenó de dulcedumbre el
alma de San Francisco y le hizo desfallecer, hasta el punto que, como lo
refirió después a sus compañeros, le parecía que, si el ángel hubiera
continuado moviendo el arco hasta abajo, se le hubiera separado el alma del
cuerpo no pudiendo soportar tanta dulzura
Después de la fiesta de la Asunción, Francisco se marcho a la gruta más
lejana situada del otro lado de un profundo tajo de la roca viva para que los
hermanos no lo vieran. Allí se estableció, conviniendo con Fray León que iría a
verle dos veces cada veinticuatro horas, la una para llevarle pan y agua, la
otra para el rezo de los maitines. Al llegar debía decir esta contraseña: “Señor,
ábreme los labios”; si Francisco respondía Y mi boca proclamará tu alabanza”,
entonces podía León pasar a ver a su maestro;
si no se le respondía, debía volverse tranquilamente donde los demás hermanos. “Decía
esto porque algunas veces estaba tan arrobado en Dios, que no oía ni sentía
nada con los sentidos del cuerpo”.
Era una noche de septiembre, de luna llena. La quietud y el silencio reinaban en la montaña. La
naturaleza parecía que había muerto.
León, silencioso y de puntillas, fue a ver a Francisco a su cueva en una
noche de luna, esplendorosa y fresca:
León vaciló un buen rato; se acercó a la choza y descubrió a Francisco que, arrodillado, con los brazos en cruz, elevados
los ojos al cielo, oraba. León se mantuvo en silencio, pero no oía bien las
palabras del Santo. Acercándose un poco más oyó: ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios
mío? Y ¿quién soy yo, gusano vil e inútil siervo tuyo? ¡En nombre de Jesús
-clamó el Santo-, quienquiera que seas, no te muevas de donde estás! El
chasquido de unas hojas muertas lo delató. Llegado Francisco al pie del árbol,
preguntó:¿Quién eres tú? Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando
de pies a cabeza. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por
santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo. El hermano León
respondió: “Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: “¿Quién eres tú,
dulcísimo Dios mío? y ¿Quién soy yo,
gusano vil e inútil siervo tuyo?”
Francisco, ante la humildad de León, que le pidió perdón, le dijo: “Has de
saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú
escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el
conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando
yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una
luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad,
sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: “¿Quién soy yo”, etc.? La
otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y
miseria. Por eso decía: “¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y
omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?”
Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que
has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete
a tu celda con la bendición de Dios.
La
obediencia franciscana
Hay dos
textos en el evangelio, uno de Mt. 23,
8-11, que dice: “Vosotros en cambio no os debéis llamar rabbi. Porque uno sólo
es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llamáis Padre nuestro
a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os
dejéis llamar maestros, porque un solo es vuestro Maestro, el Mesías. El
primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece, será
humillado y el que se humilla, será enaltecido”. El otro: "Sabéis
que los que figuran como jefes de los
pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen, pero no ha de ser así
entre vosotros; al contrario quien quiera subir, sea el servidor vuestro, y el que
quiera ser el primero, sea esclavo de
todos, porque tampoco este Hombre ha venido para que le sirvan, sino para
servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc. 10, 42-45; Mt. 20, 25-28; Lc.
22, 25-27; Jo. 13, 1-17).
Estos
dos textos preocuparon a Francisco, porque quería conjugar la obediencia con el
mandato. La solución la encontró en el mismo evangelio, en la palabra
fraternidad y servicio. Un servicio en la humildad, en la esclavitud y en el
amor. Esta fue la postura de Francisco con sus hermanos. Para Francisco el
móvil de la obediencia era Cristo, al que había que seguir casi a ciegas. No
obstante también admitía las mediciones humanas, en su caso, el Papa.
Este
texto Mateo quiere presentar una
comunidad muy distinta a la del pueblo judío. En la nueva fraternidad reina el
servicio y la humildad, como datos fundamentales. La lectura del texto hace
preguntarse al Cardenal Ratzinger: “¿No es acaso nuestra praxis cristiana real
mucho más parecida al culto de las altas dignidades, fustigado por Jesús que a
la imagen de la comunidad cristiana
dibujada por él? (Fraternidad de los Cristianos
Sígueme 1960, p.80).
El Cardenal Walter Kasper es más
radical: “Jesús no fundó una nueva
comunidad especial con nuevas
autoridades propias; su círculo de discípulos está abierto y entre ellos no debe
haber ningún maestro (Mt.23, 8) y por lo tanto ni eminencias, ni excelencias,
ni otros títulos honoríficos, sino sólo hermanos. Más aún, Jesús trae la inversión de todos los valores, los
primeros deben ser los últimos y los últimos los primeros” (Mc, 9, 23) .(Fe e
Historia, sígueme, 1974 p,283).
Para
Francisco la obediencia es un imperativo
de la propia conversión a Cristo y una respuesta a la moción del Espíritu. “Pero ahora, decía
Francisco, que hemos dejado el mundo, no tenemos ninguna otra cosa que hacer
sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a él» (1 R 22,9). Para Francisco
el hermano menor no obedece en sí por el mandato, sino porque ve en él la
voluntad de Dios y de esta manera renuncia a sí mismo. A esta disposición
interior y espiritual, san Buenaventura, la llamará «Obediencia impulsada por
la caridad», «Firmemente quiero obedecer -dice en su Testamento- al ministro
general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y del tal modo
quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la
obediencia y de su voluntad, porque es mi señor» (Test 27-28). Y después de
renunciar al gobierno de la Orden, dijo Francisco al Ministro general: «Quiero
que confíes para siempre tu representación a uno de mis compañeros; le
obedeceré como a ti, pues, por el bien y el valor de la obediencia, quiero que
en vida y en muerte estés siempre conmigo. En este contexto, habla de Ministro General (servidor) y de guardián. Las palabras
“Superior o prior le sonaban mal.
El amigo de la naturaleza.
El Cantico al sol: Toda la
creación es una bendición, un regalo, que Dios nos ha hecho y no debemos
tirarlo a la basura.
Canticum fratis solis:
Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.
Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor, bendecid al Señor.
Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.
Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.
Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.
Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.
Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.
Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.
Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.
Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.
Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.
Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.
Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.
Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
bendiga Israel al Señor.
Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.
Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.
Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.
Altísimo, omnipotente, buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.
A ti solo, Altísimo, corresponden,
y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.
Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,
especialmente el señor hermano sol,
el cual es día, y por el cual nos alumbras.
Y él es bello y radiante con gran esplendor,
de ti, Altísimo, lleva significación.
Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas.
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,
y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,
por el cual a tus criaturas das sustento.
Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.
Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual alumbras la noche,
y él es bello y alegre y robusto y fuerte.
Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.
Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle con gran humildad.
Para Francisco el mundo es una creación de Dios. Dios está reflejado en el mundo que contemplamos.
Por eso nos habla de hermano sol, de la hermana luna y si viviera en el
presente nos hablaría del hermano átomo. Si pudiera contemplar con los
telescopios actuales el profundo mar del cielo, tachonado de millones de
estrellas, expendiéndose en el cielo
¡cómo gozaría! Miraba al cielo y a la tierra, no como nosotros, que lo estamos destruyendo sin piedad y matando
sin piedad a las aves que vuelan en el
espacio. El veía la tierra madre con unos ojos místicos, iluminados por Dios.
Los seres eran hechura de ese Dios, a quien tanto amaba. Un día encontró a un
joven que llevaba tres tórtolas, se los compró, las cuidaron los frailes y
después las soltó para que surcaran libres
el espacio. Las crónicas no describen esta bella escena:
“Al llegar a la cumbre de la montaña,
unas bandadas de pájaros, les recibieron con sus trinos y cantos, mostrando su
alegría con sus vuelos rasantes y el altear de las alas. Francisco los llamada,
se posaban en su cabeza, en sus hombros y los acariciaba con su manos. Los acompañantes,
estaban admirados, y Francisco dijo: “Yo creo que a nuestro Señor Jesucristo le
agrada que moremos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por
nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros.”
En
otra ocasión estaba predicando en una plaza, y en un árbol un grupo de
golondrinas con sus cantos, acallaban su voz. Les mandó que se callaran, y
atentas y mirando a Francisco oían su sermón. Pero su gran amor eran las
alondras tal vez, porque tienen sus plumas pardas como su tosco hábito o por
que suben a las alturas cerca de los ángeles para cantar sus gorjeos. En su
muerte le acompañaron en su entierro. San Francisco amaba a la alondra moñuda.
Amaba a todas, pero de un modo particular a la alondra moñuda, de la cual solía
decir: “La hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues
va contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre
en el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba y tiene su corazón
puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El vestido,
es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los religiosos para
que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles por el valor y el
color, así como la tierra es más vil que otros elementos” (EP 113 a Dios con
dulce canto, como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra
Fray Gil con mucha ironía decía: “Hay
gran diferencia -solía decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma
que entre el que predica y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la
otra, con pacer, se beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media
entre un fraile menor que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más
vale instruirse uno a sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no
pretender ilustrar al mundo entero”. Era tanto el amor que tenia a las aves,
que llegó a decir: “Si llego a hablar con el emperador, le rogaré que dicte una disposición
general por la que todos los pudientes estén obligados a arrojar trigo y grano
por los caminos, para que en tan gran solemnidad las avecillas, sobre todo las
hermanas alondras, tengan comida en abundancia2 (2 Cel 200)
Su piedad es cristocéntrica
Su único libro era Cristo y el evangelio: Repetía a sus frailes que fueran
hombres de “de un solo libro y de una sola pluma”; Francisco suspiraba y
clamaba a Dios con acento cada vez más dolorido: “Señor, a ti te encomiendo la
familia que me diste”. Y luego volvía a
su halagüeña ilusión de que todo era todavía como en otros tiempos, de que
ningún obstáculo había entre él y sus hijos, de que todos vivían en santa unión
y nadie nunca sería capaz de desunirlos.
Su ilusión es sentir y pensar
como Él pensaba y sentía y obrar como Él obraba. “Fuera de Jesús -continuaba diciendo-, no hay cosa que me interese; sin Él,
la vida carece de sentido. Mi mirada le busca en todas partes, y en todas las
cosas lo descubre. Y qué, ¿podría por ventura suceder de otra manera”.
Su pasión abrazarse a la cruz. Por esto decía: “Que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que
tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu olorosa pasión; la segunda, que yo experimente en mi
corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios,
ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros
pecadores».( Florecillas,(III Cons. sobre las Llagas).
“Que Aquel que
por vosotros fue clavado en una cruz, permanezca siempre fijo en vuestros
corazones”. “Nunca fue oyente sordo del Evangelio -nos dice Tomás de Celano-
sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la
letra sin tardanza”. Jesús dijo: “A nadie llaméis maestro”, y Francisco prohíbe
el empleo de dicho término para designar a los superiores de su Orden. Jesús
dijo: “Nadie es bueno sino Dios”, y Francisco cambia el nombre de su médico de
cabecera, que se llamaba Bongiovanni (Buen Juan), en Bembegnato (LP 100; EP
122). Francisco comprendía que la lógica del evangelio,
no es una lógica humana.
Testigo del
evangelio:
Un fraile predicador vino al hermano Gil a pedirle su bendición para ir a
pronunciar un gran discurso en plena plaza de Perusa, y éste le contestó: “Sí,
te doy mi bendición, pero con tal que digas: ¡Bo, bo, multo dico e poco fo!», (bo..bo, mucho digo y poco hago).
“El espíritu de
la carne -decía- quiere y se esfuerza mucho en tener palabras, pero poco en las
obras; y no busca la religión y santidad en el espíritu interior, sino que
quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los
hombres” (1 R 17). “¡Ay de aquellos que se contentan de solas las apariencias
de vida religiosa! (2 Cel 157). Francisco de Asís repetía continuamente a sus frailes: “Tanto sabe
el hombre cuanto obra, y en tanto el religioso ora bien en cuanto practica,
pues sólo por el fruto se conoce al árbol” (cf. Mt 12,13).
Pobreza evangélica.
Pobreza franciscana: “Estos pobres de Cristo -escribía Jacobo de Vitry en
su Historia Oriental- no llevan
ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no
poseen oro o plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta
Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni
campos, ni viñas, ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde reclinar su cabeza. No usan
pieles ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha; no
tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras. Si
se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da por
misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante… Después del
Capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las
distintas regiones, provincias y ciudades”
San francisco repetía a sus frailes: “Os mando, por el mérito de la santa
obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe
ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria
al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el
cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial”»
(Flor 18). Su pobreza era radical. Guardémonos, por tanto, los que lo
dejamos todo, de perder por tan poca cosa el reino de los cielos. Y si en algún
lugar encontramos dinero, no nos preocupemos de él más que del polvo que
hollamos con los pies… Con todo, en caso de manifiesta necesidad de los
leprosos, los hermanos pueden pedir limosna para ellos. Guárdense mucho, no
obstante, del dinero para provecho propio» (1 R 8). «Todos los hermanos
empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, y
recuerden que ninguna otra cosa del mundo entero debemos tener, sino que, como
dice el Apóstol: “Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, estamos contentos con
eso”. Y deben gozarse cuando conviven con personas de baja condición y
despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los
caminos. Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino
más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo
omnipotente…, no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la
bienaventurada Virgen y sus discípulos. Y cuando la gente les ultraje y no
quiera darles limosna, den gracias de ello a Dios; porque a causa de los
ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y
sepan que el ultraje no se imputa a los que lo sufren, sino a los que lo
infieren. Y la limosna es herencia y justicia que se debe a los pobres y que
nos adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1-8).
En una ocasión Francisco le dijo al Obispo de Asís, que pedía a Francisco
que mitigara su pobreza: “Señor, si tuviéramos algunas posesiones,
necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los
pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios y del prójimo;
por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo» (TC 35)
No sólo no quería dinero, sino que los despreciaba. Durante el día los
frailes trabajaban en el hospital, o dondequiera que se les ofrecía decente
ocupación. “Para evitar la ociosidad, ayudaban en las faenas del campo a pobres
labradores, y éstos les daban pan por amor de Dios”, dice el Espejo de
Perfección (EP 55h). No obstante su extremada pobreza, siempre tenían alguna
cosa que dar a los que les pedían; a veces les tocaba tener que dar el capucho
o una manga de su hábito. En cuanto al dinero, persistían en la inquebrantable
voluntad de no tocarlo. Un hombre les dejó cierta considerable cantidad sobre
el altar de la Porciúncula, y algún tiempo después la encontraron intacta a la orilla del camino en un montón de
basuras.
Su austeridad era tal que “odiaba no
sólo la ostentación en sus chozas, sino que detestaba profundamente que hubiese
muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las vasijas nada que recordase el mundo, para que todas las
cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro»
Su vivienda era una choza. Les decía a sus frailes. Hagan construir casas
pobres, de ramas y de barro, y algunas celdas donde los hermanos puedan orar y
dedicarse al trabajo. Y no deben construir iglesias grandes, sino una capilla
pequeña y pobre (EP 1).Los benedictinos le cedieron una iglesia dedicada a
Santa María. En la actualidad la Porciúncula esta edificada sobre estos
terrenos.
Su desprendimiento era total “Al que te hiera en una mejilla, preséntale
también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el
que te pida, dale, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames… Si alguno viene
donde mí y no odia… hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío… Quien
quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la
salvará» (Lc 6,29-30; 14,26; 9,24). Francisco dijo a un hermano sobre la
pobreza “Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita los atavíos
y las variadas galas de la Virgen y véndelos. Créeme: la Virgen verá más a
gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su
altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que
ella nos ha prestado» (2 Cel 67; LM 7,4). Con la pobreza llega a lo sumo:
“Yo no quiero ser ladrón, y por hurto se nos imputaría, si no diésemos la capa
al más necesitado”. Con la pobreza llega a las últimas consecuencias, siguiendo
a Jesús: “No llevéis oro ni plata, no os preocupéis del día de mañana”
Francisco anatematiza el manejo del dinero, hasta el extremo que no quería
que le dieran dinero, para no manchar sus manos con el vil metal. Vive de la
mendicidad y de trabajo de los hermanos. No acapara para mañana, sino que vive
al día. Renuncia a que la Orden posea bienes, porque Cristo no había tenido ni
siquiera una piedra en donde reclinar su cabeza. Ante la insistencia de los letrados de la Orden, de su Obispo e
incluso a sugerencias del mismo Papa, siempre se negó a cambiar la regla.
Tal es al Jesús que Francisco ama apasionadamente, el Jesús sufriendo por
amor nuestro, abandonado, humillado,
empobrecido y despojado de todas las señales e insignias de su sabiduría, de su
poder, de su realeza y de su divinidad. Este es el Jesús cuyos rasgos, se
empeña él en reproducir. Y por eso la más estricta pobreza pasa a ser su virtud
de predilección, precisamente porque por ella imitará mejor las humillaciones,
el abandono y el despojo de Jesús Crucificado. El amor ha hecho perder a
Francisco la nativa prudencia de hijo de mercader y lo ha entregado a la locura
de la Cruz.
Francisco ama la pobreza solamente porque la pobreza había sido amada por
Jesús, “porque Jesús se hizo pobre por nosotros en este mundo”, como dice en su
segunda Regla (2 R 6,3). Tal es el verdadero móvil de su amor a la pobreza. Ya
en la primera Regla había dicho: “Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y
decía también que “más que los otros religiosos, nosotros debemos sentirnos
obligados a imitar los ejemplos de pobreza del Hijo de Dios” (2 Cel 61), y que
«la pobreza es virtud regia, pues ha brillado con tales resplandores en el Rey
Jesús y en la Reina María» (2 Cel 200). Habiendo observado que, a pesar de
haber sido la compañera familiar e inseparable del Hijo de Dios, el mundo la
había rechazado, se resolvió a desposarse con ella por un perpetuo amor. Y, en
efecto, se unió a la pobreza con una fidelidad inviolable; la miraba como la dama cuyo caballero era él, y la
consideraba como la virtud que más amigos nos hace de Jesucristo (2 Cel 200), y
como «el camino de la perfección, la prenda y arras de las riquezas eternas» (2
Cel 55), como “el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya
primordialmente toda la estructura de la Religión; de suerte que, si se
resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de
la Orden” (LM 7,2). San Francisco hizo de la pobreza el blasón de su casa y
familia.
En un hombre tan apasionado como Francisco por el deseo de seguir paso a
paso las huellas de Jesús podría parecer sorprendente esta adhesión tan ciega a
una virtud que, al fin y al cabo, sólo nos despoja de los bienes materiales.
Pero hay que tener en cuenta que Francisco daba a esta virtud una extensión
mucho más amplia y profunda que la que de ordinario se le atribuye. Para él la
pobreza evangélica no consiste solamente en la privación o mengua de los bienes
terrenos y materiales, sino que personifica el espíritu del total
renunciamiento de sí propio y de todas las riquezas, tanto materiales como
inmateriales. La humildad, la obediencia, la sencillez y la castidad son en su
pensamiento hermanas inseparables, o mejor aún, diversas formas de la pobreza.
En un breve comentario al capítulo de las bienaventuranzas: Bienaventurados los pobres de espíritu
(Mt 5,3), se expresa así: “Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios,
hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola
palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les
quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu,
porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a
aquellos que lo golpean en la mejilla» (Adm 14). Decía también Francisco: «El
que quiera llegar a la cumbre de la virtud de la pobreza debe renunciar no sólo
a la prudencia del mundo, sino también -en cierto sentido- a la pericia de las
letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras
del poder del Señor y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado, pues nadie abandona perfectamente el siglo
mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios
afectos» (LM 7,2). Y añadía, por ejemplo: “Deja todo lo que posee y
pierde su cuerpo el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia
en manos de su prelado (Adm 3).
Examinadas a la luz de estos principios las alabanzas tributadas por
Francisco a la pobreza, se hallan plenamente justificadas y se comprende
asimismo cómo la pobreza es en verdad "el camino de la perfección",
puesto que se confunde con el renunciamiento, sin el cual son imposibles tanto
la vida sobrenatural como la perfección cristiana.
Convencido por esta idea, San Francisco llega hasta prohibir que sus
frailes soliciten privilegios, los cuales pudieran ponerlos al abrigo de las
tribulaciones, afrentas y sufrimientos que constantemente acechan a los pobres.
Y por idéntica razón envió por primera vez los Frailes Menores a España,
Francia y Alemania sin cartas de recomendación.
¿Imprevisión?... Sí: imprevisión querida, deliberada, prevista, si así
decirse puede. Cierto, Francisco no podía menos de prever las dificultades que
sus enviados debían soportar, las humillaciones y los fracasos que les
esperaban en países tan diferentes por sus costumbres, por su idioma y por su
clima. Pero ¿acaso podía todo esto acobardar a quien había sostenido con Fray
León el diálogo de la perfecta alegría, a quien al recibir la noticia del
martirio de los cinco mártires de Marruecos había exclamado: “Ahora sí que
puedo en verdad decir que tengo cinco verdaderos Hermanos Menores?
Todo esto, así como la
inestabilidad y lo precario de las fundaciones y la incertidumbre del día de
mañana, ¿no formaba, por ventura, parte esencial de su programa, el cual no era
el de fundar sólidos establecimientos, sino el de dar al mundo el desacostumbrado
ejemplo de una realización integral del Evangelio que se extendiera hasta la
heroicidad de la paciencia en la desnudez, humillaciones y sufrimientos?
Y es lo cierto que no se ha comprendido absolutamente nada de la
espiritualidad del amable y dulce San Francisco, de su carácter y de su obra,
mientras no se haya alcanzado a penetrar este punto heroico de vista: “Y todos
los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que
cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los
enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la
salvará para la vida eterna. Bienaventurados los que padecen persecución por la
justicia, porque de ellos es el reino de los cielos... Bienaventurados vosotros
cuando os odien los hombres y os maldigan... No temáis a aquellos que matan el
cuerpo...”
Todos estos textos, reunidos en el
capítulo 16 de la primera Regla, sus exhortaciones a la alegría en medio de las
penas, angustias y tribulaciones del alma y del cuerpo (1 R 17), al amor de
quienes colman de malos tratamientos a los frailes (1 R 22) y su Admonición
sobre la imitación del Señor que dice: “Consideremos todos los hermanos al Buen
Pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del
Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el
hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas...” (Adm 6);
todas estas razones, repetimos, dicen bien a las claras que Francisco no podía
de ningún modo consentir en que se solicitaran privilegios para evitar las
persecuciones que debían dar la última mano a la semejanza del Fraile Menor con
Jesucristo, y a las cuales, lo mismo que a la santa pobreza, está prometido el
reino de los cielos (Mt 5,3-12).
Muchos decían que se trataba de un ideal superior a las fuerzas humanas, y
que se sobrepasan los límites de lo razonable...! ¡Verdaderamente alguno,
añadirá, que Francisco es un exagerado que no sabe de la discreción ni de la
moderación, que tuvieron otros santos. Pero solamente pueden hablar así de él y
censurarle los que no le comprenden, aquellos para quienes el amor de caridad
pide ser tan sabiamente ordenado y tan discretamente calculado que, al fin de
cuentas, no viene a ser sino algo así como una fuente tranquila, un fuego que
yace debajo de la ceniza. Y el Pobrecillo de Asís amaba locamente a Cristo; su
locura era una profunda sabiduría, y sus excesos y exageraciones, la verdadera
medida y discreción, porque la medida de amar a Dios consiste en amarlo sin
medida. El amor ignora con frecuencia el modo, y se enciende sobre toda medida;
desea más de lo que puede realizar y nada juzga imposible..
Nada hay, pues, menos literal en el sentido estricto de la palabra que las
ideas de San Francisco sobre la pobreza y la caridad. Su singular predilección
por estas dos virtudes no está exenta de la ley general que constituye al amor
a Jesús Crucificado en razón última de todos sus actos. La obsesión por la
pobreza para él era una obsesión. El no criticaba que otros tuvieran una
concepción distinta, pero repetía una y otra vez que Cristo así se lo había pedido.
Resumen.- El ideal de
la vida espiritual propio de San Francisco consiste en la conquista de la
imitación de Cristo, centro de toda la creación; imitación llevada a la
identidad más perfecta posible de pensamientos, sentimientos y acciones. Este
ideal, que se resume y sintetiza en la más absoluta pobreza y en la caridad más
liberal y generosa, nace de un amor personal y apasionado a Jesús Crucificado,
y este amor radica a su vez en la habitual contemplación del misterio de la
Cruz.
El amor. Cristo encarnado. Cristo muerto
La encarnación: ” Tenía tan presente en su memoria -dice Celano- la humildad de la
Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra
cosa” (1 Cel 84). Y es que la Cruz que acompaña al Salvador desde Belén al
Calvario sintetiza a los ojos de Francisco todo el misterio de Jesús. Ella es
el objeto habitual de su contemplación (2 Cel 85), el pensamiento dominante de
su piedad, la chispa que incesantemente mantiene viva la llama del amor. Decía Fray
L, León: ¡Símbolo sorprendente de las luminosas claridades que la Cruz
derramaba en el alma de Francisco sobre las realidades invisibles de la fe y
las maravillas de la creación! La pasión de Jesús es como eje de su vida” “
Oh, cristianísimo varón -exclama San Buenaventura, que en su vida trató de
configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a
Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien
mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!” Imposible es explicar con
palabras su devoción a la Cruz” (2 Cel 203). Desde el día, en que a los
comienzos de su conversión, fue sacudido por la conmovedora visión de Jesús Crucificado,
que le convidó con palabras de exquisita
dulcedumbre a seguir el áspero camino del propio renunciamiento. (cf. 1 Cel 7; 2 Cel 9; LM 1,5) Desde el día en
que la voz del Crucifijo de San Damián renovó con tanta confianza y ternura su
llamamiento, la más viva compasión se apoderó de su alma y, como piadosamente
puede creerse, los estigmas de la Pasión divina se imprimieron misteriosamente
en su corazón, aun cuando ningún signo externo apareciera en su carne (2 Cel
10). Entonces le fue tan plenamente revelado el grande y admirable misterio de
la Cruz, que a partir de aquel momento toda su vida siguió los misterios de
Cristo, no gustó sino las dulzuras de la Cruz, no predicó sino las glorias y
los triunfos de la Cruz (LM 13,10). La única senda, dice en otra parte San
Buenaventura, seguida por San Francisco, fue la de un ardentísimo amor a Jesús
Crucificado (Itinerarium, Prol.). Desde entonces, además, le acontecía no poder
contener los sollozos y las lágrimas, cual si tuviera siempre fija ante sus
ojos la Pasión del Salvador (2 Cel 11); en su honor compuso el Oficio que
también Santa Clara se deleitaba en recitar. En sus transportes de júbilo
espiritual cantaba en francés las alabanzas del Señor, y todo su alborozo
convertíase luego en abundantes lágrimas de compasión hacia Jesús (2 Cel 127).
El célebre capítulo de la "Perfecta Alegría", cuya inspiración
bebió sin duda el autor de las Florecillas, en la Admonición V de San
Francisco, tan saboreado y tan poco comprendido, pues de ordinario no se ve en
él más que una deliciosa página literaria, cuando en realidad es una elocuente
lección de amor a la Cruz, termina con estas palabras de San Pablo, que han
pasado a ser el mote y divisa de la Orden Franciscana: En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro
Señor Jesucristo! (Gál 6,14).
A quien dijere que estos textos y tantos otros que pudieran alegarse (1 Cel
71, 115; 2 Cel 211; 3 Cel 2), son meras amplificaciones oratorias, le bastaría
considerar el milagro de las Llagas para convencerse de lo contrario. Porque
¿acaso un privilegio tan singular podía concederse a quien no estuviera
profundamente conmovido por el asiduo recuerdo de la Pasión? (2 Cel 109). Este
recuerdo es en Francisco algo así como una idea fija, pero de ningún modo
morbosa, ya que no permanece aislada y estéril en su espíritu, repeliendo y borrando
toda otra idea del campo de su conciencia. Es más bien como un foco de luz en
el que se concentran todas las grandes verdades de la fe. Todas las
consideraciones que por sí solas pueden mover a las almas cristianas, como son:
el conocimiento de Dios y de la propia bajeza, la filial confianza en Dios y la
desconfianza en sí mismo, los beneficios divinos y el amor de Dios para con
nosotros, el precio del alma humana, los novísimos, la gravedad del pecado, la
vanidad del mundo, la solidaridad, el esfuerzo etc., San Francisco las halla
más vivas e impresionantes en el solo pensamiento de Jesús Crucificado. Ni hay
por qué maravillarse, dice el Seráfico Doctor, de que este Santo haya recibido
la inteligencia de las Sagradas Escrituras, puesto que por una perfecta
imitación de Cristo manifestaba con sus actos su verdad y llevaba al autor de
ellas en su corazón (LM 11,2). Al través de la Humanidad del Hijo de Dios
descubría la soberana bondad y el soberano poder, la sabiduría y misericordia
infinitas, y su alma se desahogaba en efusiones de amor y alabanza, de las que
tenemos un magnífico ejemplo en el capítulo último de la primera regla de los
Frailes Menores (1 R 23).
El amor de Jesús Crucificado llevaba consigo al corazón de Francisco al
amor a Jesús presente en la Eucaristía -que tan distinguido lugar ocupa en su
piedad- y el amor a todo cuanto se refería a Jesús, a todo lo que había amado
Jesús: la Virgen, los Apóstoles, los Santos, los sacerdotes, la Iglesia, la
salvación de las almas, los leprosos, los pobres (cf. 2 Cel 196-203). La
simplicidad de su mirada no excluía, pues, la riqueza y abundancia de ideas y
pensamientos.
Nos cuenta una leyenda que, caminando un día Fray León con San Francisco,
vio ante el rostro del Seráfico Padre un crucifijo de encantadora belleza, que
le precedía a dondequiera que fuese, parándose cuando él paraba, adelantándose
cuando él se adelantaba. Su brillo y resplandor eran tan refulgentes, que,
reflejada su luz en el rostro de Francisco, transformaba todas las cosas circunvecinas
a los ojos de Fray León. ¡Símbolo sorprendente de las luminosas claridades que
la Cruz derramaba en el alma de Francisco sobre las realidades invisibles de la
fe y las maravillas de la creación!
Concluyamos, pues, que la habitual contemplación de la Cruz y el amor a
Jesús Crucificado -fuente del ideal de una perfecta imitación de Cristo- son el
pensamiento dominante y el sentimiento principal de la espiritualidad
franciscana. No obstante no hay que separarlo, del inicio de su vida que
empieza en misterio de la encarnación, en la que Cristo se humaniza, no sólo
para morir en la cruz, sino para vivir con nosotros, compartir nuestras
miserias y enseñarnos un nuevo camino, un nuevo ideal de vida, que es el que
Francisco va a plasmar en su vida, siendo un evangelio viviendo. Jesús fue el
hombre universal. Francisco el hombre, que siguiendo los pasos de Jesús,
viene a proclamar una fraternidad
universal
La piedad de San Francisco es la sublime piedad de los simples y humildes,
que el autor de la Imitación
define con estas palabras: «Si eres incapaz de especular y contemplar los más
profundos misterios, descansa en la Pasión de Jesús y mora de buen grado en sus
sacrosantas llagas» (Libro III, c. 1). Que la Pasión de Cristo fue el gran
atractivo de las almas devotas durante toda la Edad Media, es una verdad
incontestable: «¡Oh, Señor! -exclamaba San Bernardo-, ¿en dónde podrá mi alma
hallar consuelo después de haberte visto a Ti suspendido de una cruz?». «Fuera
de Jesús -continuaba diciendo-, no hay cosa que me interese; sin Él, la vida
carece de sentido. Mi mirada le busca en todas partes, y en todas las cosas le
descubre. Y qué, ¿podría por ventura suceder de otra manera?». Y ya antes había
dicho San Agustín: “Que Aquel que por vosotros fue clavado en una cruz,
permanezca siempre fijo en vuestros corazones”.
Todo esto es muy cierto; sin embargo, parece ser que desde los días de San
Pablo no ha habido santo alguno que más continua y ardorosamente haya
contemplado el misterio de la Cruz y haya sido más profundamente conmovido por
él, hasta el punto de llevar en su carne los estigmas visibles, ni quien haya
llevado más lejos las consecuencias prácticas que de él se derivan como San
Francisco de Asís.
Imitación de Cristo
Seguirle con todo su corazón.
Jesús para él era el Señor. Lo sentía tan cerca por la fe, como si lo tuviera a
dos pasos y deseaba vivamente transformarse en él. Jesús era el anagrama de su
vida y la razón última de su vida. “Tenía tan presente en su memoria -dice
Celano- la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que
difícilmente quería pensar en otra cosa”. (1 Cel 84). Y es que la Cruz que
acompaña al Salvador desde Belén al Calvario sintetiza a los ojos de Francisco
todo el misterio de Jesús. Ella es el objeto habitual de su contemplación (2
Cel 85), el pensamiento dominante de su piedad, la chispa que incesantemente
mantiene viva la llama del amor. . “Bien lo saben cuántos hermanos convivieron con
él: Que a diario, que de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús;
qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía.
De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que
llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas
con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús
en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros.
¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el
nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él!” Su pensamiento se
identificada con San Pablo: Vivir con Él, por Él y para Él.
La caridad fraterna.
Vivían como auténticos hermanos, cuenta Celano: ”Cuando por la tarde
volvían del trabajo los hermanos y tornaban a reunirse, o cuando a lo largo de
la jornada les acontecía encontrarse en el camino, les brillaban los ojos de
pura alegría, se daban castos abrazos, se decían palabras llenas de santa
dulzura, con sonrisas modestas, con miradas afectuosas y tiernamente recogidas.
Habiendo dejado todo linaje de amor propio, sólo pensaban en prestarse mutuo
auxilio y consuelo; no había para ellos gozo más intenso que volverse a ver, ni
mayor amargura que tener que separarse. No se conocían entre ellos ni las
disputas, ni la envidia, ni la desconfianza, ni el mal humor; todo era allí
paz, unión, cánticos de loor y agradecimiento a la divina bondad. Nunca o muy
raras veces interrumpían la alabanza de Dios y la oración, ni cesaban de dar
gracias a Dios por todo el bien que les permitía hacer; se afligían por todo el
mal que obraban o por las imperfecciones que cometían. Cuando a sus corazones
faltaba la dulcedumbre del Espíritu Santo, se creían abandonados de Dios”.
. «Si la madre -dice en la
Regla- cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno
amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6; 1 R 9; Rer). Él, por su parte,
para con todos se muestra manso y humilde, y se acomoda fácilmente al modo de
ser de cada uno. “El que era el más santo entre los santos, aparecía como uno
más entre los pecadores” (1 Cel 83). Para con estos últimos quería que se usara
siempre de grande misericordia. “Ámalos -escribía a un Ministro- más que a mí,
para que los atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos”.
Nada hay más tierno y conmovedor que esta frase, si no es la esquela escrita a
Fray León para consolarle en sus penas y animarle en sus desalientos: “Así te
digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino,
brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas
venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que
mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo
con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en
cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven”·
Pocos santos hay que hayan vivido tanto en Dios y para Dios como Francisco,
y, sin embargo, pocos se han interesado tanto ni con tanta ternura, indulgencia
y compasión como él por las miserias físicas o morales del género humano, no
sólo de los amigos o compatriotas, mas también por los desconocidos y hasta por
el vagabundo, abandonado y despreciado de todos (2 Cel 22, 83-92, 175-177). “Cualquiera
que venga a nuestros frailes -escribe en la primera Regla-, amigo o adversario,
ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7). Y más adelante: “Nuestro
Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo
traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron. Por lo
tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean
tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y
muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean,
tenemos la vida eterna» (1 R 22). La conversión de los tres salteadores de
Monte Casale es una ilustración conmovedora de este precepto y de la manera
generosa y liberal, verdaderamente cristiana, cómo San Francisco entendía el
mandamiento del amor (cf. Florecillas 26).
Su compasión para con los leprosos toca los límites de la más exquisita
delicadeza; no duda comer en la misma escudilla que uno de ellos para reparar
un sinsabor que con una palabra suya hubiera podido causarle (LP 64). Para
calmar el odio y el deseo de venganza que ruge en el corazón de un pobre
campesino, sublevado contra las injusticias de su señor, emplea las palabras
más dulces y afectuosas, comparte su dolor y le regala el manto (2 Cel 89).
Sencillez y simplicidad
Era
tan delicada la honradez de San Francisco, que instintivamente sentía un
violento horror por la hipocresía (2 Cel 130-132), y exigía, por ende, una
armonía perfecta entre el alma y el cuerpo, la vida interior y exterior, los
pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica, las palabras y la
vivencia. Lector atento del Evangelio, no había palabras en el libro santo que
carecieran de sentido para él. Los consejos de Jesús: Padre nuestro que estás en los cielos... Aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón... Amad a vuestros enemigos... Bienaventurados los pobres,
los mansos, los pacíficos, los que padecen persecución... Sed sencillos,
etc., no pasaban desapercibidos a San Francisco; se esforzaba por comprenderlos
tan exactamente como habían sido pronunciados por su Maestro; los engastaba en
su corazón, los interpretaba y traducía en la vida práctica con un rigor, casi
literal, que no provenían ciertamente de poquedad y estrechez de espíritu, sino
más bien de una ansia de no menguar el
espíritu evangélico, que por corrección y prudencia humana los hombres
muchas veces bajamos. El heroísmo de su amor reducía al mínimum la parte de la
naturaleza y sus inclinaciones, para exaltar la influencia del la gracia divina
y a la caridad sobre todos los diques de la humana prudencia (LM 9,4).
La ciencia mata
Opinión de fray Gil al fundar los franciscanos un colegio universitario en
Paris con el espíritu de san francisco. Fray Gil, en particular, la combatió
con tesón, infatigable, mofándose continuamente, con sarcasmos en extremo
picantes, de aquellos frailes menores sabios, que le parecían hijos falsos del
padre San Francisco. Pensad que muchos hombres sabios siguieron a san
Francisco, dejándolo dodo. Repito el texto citado anteriormente en en otro
contexto. “Hay gran diferencia -solía
decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma que entre el que predica
y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la otra, con pacer, se
beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media entre un fraile menor
que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más vale instruirse uno a
sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no pretender ilustrar al mundo
entero.”
Un biógrafo de san Francisco descubre su pensamiento
sobre la ciencia de esta forma: “Bien sabía él que más vale, infinitamente más,
postrarse en oración delante de Dios, en la soledad de una gruta o de una
ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a una cátedra con el alma llena
de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo.Francisco dirigiéndose al
cardenal Hugolino, que quería convencerle de que sus frailes se dedicaran al
estudio y la ciencia. Les dijo, en su presencia, a los hermanos: “Hermanos
míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de
humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para
cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me
mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo,
ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente
me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en
este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Más,
por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor,
por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no,
retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68)
Condena por malsana la curiosidad por saber: “Le dolía mucho a Francisco
que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que hincha, máxime si cada cual
no permanecía en la vocación en que había sido llamado desde el principio. Y
decía: “Los hermanos que se dejan arrastrar por la curiosidad del saber, se
encontrarán con las manos vacías en tiempo de tribulaciones. Por eso, los
quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando venga el día de la
tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la tribulación ha de
venir, y entonces los libros para nada servirán, y los tirarán a las ventanas y
a rincones ocultos”
Por esto da a un hermano lego estos consejos: “Hermano, también yo he
tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad de Dios acerca
de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué que, al abrirlo
por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y abierto el libro,
me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a
los demás sólo en parábolas (Lc. 8,9-10).
Legó a decir, tal vez de una manera rotunda para nuestra concepción actual:
“No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer obras
virtuosas, porque la ciencia hincha y
la caridad edifica (1 Cor 8,1).Francisco estaba tan obsesionado por
Cristo que dijo a un fraile: “No necesito
muchas cosas, hijo; sólo a Cristo pobre y crucificado. “Es bueno
recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor
Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y
con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; conozco
Cristo pobre y crucificado” (2 Cel 105). Un pensamiento le perseguía siempre:
la mejor predicación consiste en el buen ejemplo personal.
Hizo ver a los suyos que él no despreciaba la
ciencia. El quería sed un testigo más que un teólogo, un hombre que vive el
evangelio, que es la mejor predicación; “A todos los teólogos y a los que nos
administran las palabras divinas debemos honrar y tener en veneración, como a
quienes nos administran espíritu y vida.” Los hijos de la primera hornada de la
orden, estaban muy preocupados por este tema.
Jacopone de Todi, uno de los más genuinos hijos del
santo, decía: ¡Maldito París, que has destruido Asís!. En el mismo sentido
decía Fray Gil: “¡Nuestro bajel
hace agua; vamos al naufragio; sálvese quien pueda! ¡París, París, tú arruinas
la Orden de San Francisco!”
Esta radicalidad de Francisco ante la pobreza y la ciencia, fue muy
criticada en ciertos sectores de la Iglesia, ya que consideraban que era mejor
el camino seguido por santo Domingo. Incluso el cardenal Hugolino, que después
sería Papa así lo pensaba. Francisco dirigiéndose a sus hermanos, en presencia
del Cardenal Hugolino, que quería seguir el ejemplo de los Dominios en el
estudio, le dijo: “Hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez
y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y
para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me
mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo,
ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor
misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera
yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el
de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo
espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces,
queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68).
El hermano Gil decía a san Buenaventura, ya ministro general de la orden, y
que era uno de los que había optado por la ciencia, con mucha ironía, que el
inocente santo no entendió bien: “¡Cuantas gracias os ha concedido Dios!
Pero ¿qué podemos hacer para salvarnos, los simples y sin letras? ¿Si Dios no
concediera al hombre otra gracia más que la de poder amarle, le bastaría?, Si, contestó,
San Buenaventura. Pero replica el hermano, ¿Puede un hombre simple amar a Dios
tanto como un doctor ilustre?.Por supuesto, contesta el santo. Una pobre
viejecita puede amar a Dios tanto como un doctor en teología. Y Fray Gil,
arrebatado por fervor, comienza a gritar: Alégrate, pobre viejecita analfabeta,
que puedes amar a Dios tanto como un doctor en teología”.
«La letra mata y el espíritu vivifica», decía que son muertos por la letra
quienes desean estudiar las divinas Escrituras únicamente por parecer más
sabios y explicarlas a los otros, pero sin preocuparse de asimilarse su
espíritu (Adm 7). No podía entretenerse en coleccionar sublimes pensamientos y
complacerse tranquilamente en su hermosura. Era dueño de esa elevada sabiduría
que no perfecciona sólo la inteligencia con el conocimiento teórico de las
verdades, sino que saborea además lo que conoce, que conoce porque ama y para
mejor amar, que tanto y tanto más profundamente conoce cuanto más virtuosamente
obra. La ciencia es una realidad y un valor sólo en la proporción que es una
luz y una fuerza para obrar. «Tanto sabe el hombre -decía él- cuanto obra; y
tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105). Tal es uno de los
aforismos más verdaderos y más profundos de este hombre sencillo. Su fiel
discípulo, Fray Gil, complacíase en repetir que «no se hace nunca tanto como se
cree»; pero San Francisco sentía la imperiosa necesidad de obrar cuanto su fe
le dictaba. Era a sus ojos una falta de rectitud y lealtad el predicar a los
otros una verdad antes de aplicarla a sí mismo, dando con su conducta un
continuo mentís a las sublimes concepciones de su inteligencia o a las
conmovedoras exhortaciones de sus labios.
Además de la armonía entre los pensamientos y las acciones, la teoría y la
práctica, la lealtad de Francisco exige también la actividad, es decir, que le
hace pronto y generoso en la acción: no sufre dilación en el cumplimiento de
sus promesas ni demora en la ejecución de los consejos del Salvador, que le
habla desde lo alto de la Cruz o desde el Santo Evangelio. Es tal su carácter,
que no puede descansar, y sufre en tanto no ve ejecutado lo que su mente ha
concebido (1 Cel 6). Por donde se ve que, siendo idealista y místico, es al
propio tiempo un gran hombre de acción. No se contenta con deseos ni
veleidades, ni promesas, ni aun con algún que otro movimiento inicial. Al
contrario, no satisfecho nunca de los resultados adquiridos, mira siempre
adelante, anhela siempre nuevos progresos y aspira siempre a la inmolación cada
vez más perfecta de sí mismo.
La actividad y el ardor que antes revelara en el desempeño del negocio de
su padre, en los juegos y diversiones y en aventuras belicosas, los emplea
ahora en el servicio de Dios. Desde el momento en que, abdicadas las cosas
caducas y perecederas de 1a tierra, se unió en íntimo abrazo con el Señor,
jamás permitió que una parte de su tiempo se perdiera. Y a pesar de haber ya
depositado en los tesoros de Dios muy abundantes méritos, sentíase siempre
-cual si fuera un novicio- con nuevos bríos y más puntual en los ejercicios
espirituales: «siempre con el mismo ánimo que al principio, cada vez más
dispuesto a ejercitarse en las cosas del espíritu», considerando que es volver
atrás el no caminar siempre adelante (2 Cel 159; LM 5,1).
No hay prueba mayor de amor, ha dicho el Divino Maestro, que la de dar la
vida por aquel a quien se ama. Tres veces intentó Francisco dar esta prueba
suprema de amor y tres veces fracasó en su intento; pero nada disminuyó por
ello su celo, antes no cesó nunca de desear con renovado ardor cuanto podía ser
más agradable al Rey eterno, de buscar con curiosidad de qué manera y por qué
medios o deseos podía unirse más perfecta e íntimamente con Dios (1 Cel 91).
Enjoyado con los cinco rubíes de las llagas, consumado en gracia delante de
Dios, y de todos venerado, soñaba aún en comenzar obras más perfectas y
planeaba grandiosos proyectos: volver a la humildad de los primeros días de su
conversión, consagrarse de nuevo al servicio de los leprosos... “Comencemos,
hermanos -decía-, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos
adelantado» (1 Cel 103). Ni aun al fin de su vida, destrozado ya todo su cuerpo
por la penitencia y la mortificación, suspendió la marcha ascendente hacia la
perfección ni aflojó el rigor de la disciplina (2 Cel 210). Y yo trabajaba con
mis manos -dice en su Testamento-, y quiero trabajar aún. No parece sino que su
alma se hacía cada día más activa, más alerta y más alegre, a medida que su
cuerpo se sentía más débil y agobiado” (1 Cel 98).
La himilldad y sencillez:
La humildad de san Francisco: “Se hallaba Francisco en el lugar de la
Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, hombre de gran santidad y
discreción y dotado de gracia para hablar de Dios; por ello lo amaba mucho
Francisco. Un día, al volver Francisco del bosque, donde había ido a orar, el
hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro
y le dijo en tono de reproche: ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a
ti? ¿Qué quieres decir con eso? -repuso
San Francisco. Y el hermano Maseo: Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás
de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no
eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y
entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
Al oír esto, Francisco sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por
largo espacio vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios; después,
con gran fervor de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo: – ¿Quieres
saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí
viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en
todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los
pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como
no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa
que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la
grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que
quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo
bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha
de gloriarse en el Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo honor y toda
gloria por siempre.
El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor,
quedó lleno de asombro y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien
cimentado en la verdadera humildad”. Fue en virtud de una señaladísima
prerrogativa de la gracia, pues no era simple por naturaleza (1 Cel 58), que el
Pobrecillo de Asís alcanzase esa simplicidad que va derechamente a la esencia
de la vida espiritual, esto es, a la imitación de Cristo, hallando de este modo
el motivo más poderoso para realizarla, al propio tiempo que el verdadero medio
para combatir todo afecto desordenado: el amor de Dios. A don tan singular lo
había preparado la gracia; excitando en su alma una fe tan viva que la más
ligera sombra de duda no logró nunca empañar, le había comunicado el más
perfecto conocimiento de sí propio y le había colocado en la humilde postura
del publicano que repite sin cesar la plegaria: «Señor, tened piedad de mí,
pobre pecador» (1 Cel 26).
Durante todo el curso de su vida conservó Francisco esta actitud de
humildad. Mejor que nadie sabía él la parte y los méritos que a la voluntad
humana competen en la perfección. Por experiencia propia sabía a qué heroicos
esfuerzos debe obligarse y a qué sangrientas pruebas someterse. Con todo, jamás
le vino al pensamiento la idea de que la victoria sobre sí mismo se debe
atribuir al solo esfuerzo humano, por profundas que sean las consideraciones de
la inteligencia y enérgicas las resoluciones de la voluntad. ¡Conocía demasiado
bien la debilidad de nuestra naturaleza y la fuerza de su inclinación al mal!
Penetrado como estaba de estas verdades, San Francisco no podía vanagloriarse
de nada. “Considera, oh hombre -decía-, en cuán grande excelencia te ha puesto
el Señor Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el
cuerpo, y a su semejanza según el espíritu. Y todas las criaturas que hay bajo
el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú...
¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte? Pues, aunque fueras tan sutil y
sabio que tuvieras toda la ciencia..., nada te pertenece, y no puedes en
absoluto gloriarte de nada; por el contrario, en esto podemos gloriarnos: en
nuestras enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro
Señor Jesucristo” (Adm 5).
Ni la magnitud de las gracias recibidas, ni los prodigios por él obrados,
ni la veneración de que las gentes le rodeaban, fueron parte para disminuir sus
sentimientos de humildad; antes bien, mantuvieron siempre en su espíritu el
temor de ser infiel o ingrato para con un Dios que tan bondadoso era con él. A
quienes en vida le canonizaban solía responder: “No queráis alabarme como a
quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas». Y a sí mismo se decía:
«Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como
tú, sería más agradecido que tú” (2 Cel 133; cf. 1 Cel 53 ss.; 2 Cel 123, 134,
140, 142; Florecillas 9)
Prevenía a sus discípulos contra los ataques de la vanagloria,
recordándoles a menudo “que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por
no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las
palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra
alguna vez en ellos y por medio de ellos... Y sepamos firmemente -añadía- que
no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados” (1 R 17), “porque
nosotros, por nuestra culpa, somos contrarios al bien, pero prontos y
voluntariosos para el mal” (1 R 22). Con mayor vehemencia todavía, con todo el
fuego y ardor de su alma, los exhortaba a ser siempre reconocidos a los
beneficios divinos, a ajustar su conducta a las palabras y ejemplos de
Jesucristo, a seguir sus huellas y a separar con energía de sus corazones
cuanto pudiera apagar en ellos el fuego del amor divino.
La oración y contemplación
San Francisco consideraba también la meditación y la oración como una
gracia de capital importancia. Afirmaba que la gracia de la oración es sobre
todo deseable, y que sin ella es
imposible dar un paso en el servicio divino. Todas las otras cosas y
ocupaciones de este mundo, aun las más recomendables y dignas de loa, deben
subordinarse a ella; todavía más: deben contribuir a conservar «el espíritu de
la santa oración y devoción» (2 R 5; LM 11,1). Por causa de la oración no
dudaba moderar sus austeridades corporales, él, que tan vigilante se mostraba
en la mortificación de los sentidos.
La oración constituía además toda su dicha y todo su consuelo; ella le
transportaba cerca del Amado, del que sólo le separaba el quebradizo tabique de
su cuerpo; ella era su refugio, y ninguna empresa acometía sin haber antes
acudido a Dios y depositado en Él todos sus pensamientos; ella ocupaba todo su
tiempo, por trabajosas que sus ocupaciones fueran, y a ella se dedicaba en
cuerpo y alma" (1 Cel 71; 2 Cel 94; LM 10,1). “Así, hecho todo él no ya
sólo orante, sino oración” (2 Cel 95). Para consagrarse a ella con mayor
holgura buscaba ávidamente la soledad y el silencio y se abandonaba luego a
todas las efusiones de su amor (2 Cel 95; LM 10,3). Tomás de Celano nos ha
dejado escritas en sus Vidas
las ingenuas industrias de que el Seráfico Padre se servía para fabricarse una
soledad artificial y ocultar las visitas de la gracia (2 Cel 94 y 99).
Después de la oración daba
humildemente gracias al Todopoderoso por los regalos, dulzuras y consuelos que,
no obstante su indignidad, se había dignado otorgarle, y suplicábale se los
guardara Él en depósito, “porque yo -decía- soy un ladrón de vuestros tesoros”.
El razonamiento, el encadenamiento continuo y lógico de las ideas, parece ser
que ocuparon un lugar muy limitado en su oración. Conforme a su naturaleza
intuitiva, San Francisco pensaba -como dicen los psicólogos- más por
contigüidad que por continuidad. Para hacer de todo su corazón un múltiple
holocausto se presentaba bajo muy variados aspectos a Aquel que es
soberanamente simple, y su alma se dirigía a Dios considerándolo como juez,
como padre, como amigo o como esposo (2 Cel 95).
Otras veces repetía sin cesar unas
mismas palabras, cuyo sentido no llegaba nunca a agotar: “¡Dios mío y mi
todo!... ¡Quién sois Vos, Señor, y quién soy yo, pobre gusanillo!... ¡Yo quisiera
amaros!”. Mas el objeto principal de sus
místicas elevaciones e interiores coloquios era -como fácilmente se adivina- el
objeto mismo de su pensamiento dominante: el misterio de la encarnación y de
la pasión de Jesús, que lo elevaba hacia
las cumbres de la vida mística (2 Cel 98; LM 10,2).
En posesión del amor de Dios por la sencillísima senda de 1a humildad, de
la oración y de la contemplación habitual del misterio de la Cruz, por el cual
se veía especialísimamente favorecida su alma, Francisco de Asís se adhiere
deliberadamente a seguir e imitar a Jesús. Este fue -como ya dijimos- su ideal.
Por eso él no siente la necesidad de buscar otros modelos ni quiere otro
maestro en el camino de la perfección que Jesús, ni otro tratado de vida espiritual
que el Santo Evangelio. “Y después que el Señor me dio hermanos -dice en su
Testamento-, nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo
me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio”.
El santo joven de Asís, simple y poco versado en las letras humanas,
desconoce los tratados y libros de espiritualidad, en los que los santos y
doctores de los pasados siglos han acumulado los resultados de sus experiencias
personales, expuestos por la naturaleza
de la perfección y descritos en sus diferentes grados. Y no sólo los ignoraba,
pero -y no es ésta la menor de sus originalidades- ni parece haberse preocupado
mucho por conocerlos. A quienes le recordaban los ejemplos de los antepasados
(2 Cel 188) y proponían los viejos moldes de la vida religiosa, respondía
escuetamente que él se atenía a lo que había recibido del Señor (LP 18). Tenía
bastante con el Santo Evangelio (1 Cel 32; 2 Cel 216). ¿Y a qué tanto
filosofar, discutir, calcular y analizar? ¿Acaso no le bastaba asimilarse el pensamiento
de Jesús y hacer del espíritu de Jesús su propio espíritu?... Francisco no pide
ningún comentario ni ninguna interpretación que pudieran acortar o restringir
el alcance de las enseñanzas de su Maestro y adaptarlas así a su debilidad
mediante una moderación que, con ser y todo muy razonable, sería al mismo
tiempo irreconciliable con su amor sin medida. Contemplando en el Evangelio las
acciones de Jesús, sabe de antemano e implícitamente todo cuanto los doctores
enseñan. No se entretiene a escuchar la lectura de las Colaciones de Casiano ni a subir los peldaños de la Scala Paradisi de San Juan Clímaco,
libros tan saboreados en la Edad Media. Y no es que San Francisco niegue la
utilidad de estos arroyos que derraman la fertilidad en la Iglesia. Pero él
prefiere ir derechamente a la fuente pura y al foco de toda santidad, sin
pararse en los espejos que reflejan su luz.
No necesita aprender de ningún maestro cuáles son los grados de la
humildad, de la paciencia, de la obediencia, etc., puesto que ve hasta qué
grado Jesús las ha practicado. ¿Y acaso su corazón no le impulsaba a buscar
únicamente la mayor semejanza posible con Él, sin preocuparse demasiado de lo
que han dicho o hecho los santos de las edades pasadas? Esto no quiere decir
que los menospreciara, antes bien, los respetaba y veneraba sus reliquias. Pero
convengamos en que, después de todo, sus doctrinas, por luminosas que sean,
distan mucho de igualar a las del Divino Maestro. Gustoso hubiera suscrito el
Pobrecillo estas palabras del autor de la Imitación: «La doctrina de Jesucristo es más excelente que la de
los santos. Me Aburro a veces de leer y oír tantas cosas. En Vos, Señor,
encuentro todo cuanto quiero y deseo. Cállense todos los doctores; guarden
silencio ante Vos todas las criaturas y habladme Vos solo” (Lib. I, cc. 1 y 3).
Por otra parte, suyas son estas
palabras dirigidas en cierta ocasión a un hermano que para consolarle en sus
aflicciones quería leerle las Sagradas Escrituras: “Es bueno recurrir a los
testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro;
pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para
meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y
crucificado” (2 Cel 105).
Por lo anteriormente dicho se ve que San Francisco excluye todo maestro,
guía o modelo que no sea Jesús; pero no excluye la vigilancia, el control o la
aprobación de la Iglesia, antes la solicita con docilidad, consultando
sucesivamente al humilde sacerdote de San Damián, al Obispo de Asís, al
Cardenal Juan de San Pablo, a Inocencio III, al Cardenal Hugolino, a Honorio
III y tantos otros personajes venerables que le rodean y asisten con sus
consejos.
San Francisco no estaba exento del combate espiritual ni de una vigilancia
continua sobre vicios e imperfecciones. Él los discierne a maravilla (1 Cel
51), y la lucha entablada contra ellos dura tanto cuanto su vida. Largas y
dolorosas fueron las tentaciones que tuvo que sufrir (2 Cel 115; LM 10,3). Los
demonios le atormentaban de mil diversas maneras, mas él los ponía en fuga sólo
con decir que ellos eran los enviados de la justicia divina para ayudarle a
tomar venganza de su cuerpo (2 Cel 120 y 122). Pero más formidable que los
demonios le parecía la carne, que él consideraba como el mayor enemigo del
hombre (2 Cel 21, 116, 134; 1 R 10, 17, 22). Insistía a menudo sobre esta idea
y de ella sacaba consecuencias prácticas, como ayunos frecuentes y
rigurosísimas penitencias (LM 5; 2 Cel 21-22), que aseguraron a su alma un
dominio indiscutible sobre el cuerpo (1 Cel 97). Pero San Francisco no soñaba
en desarraigar los vicios uno a uno para plantar en su lugar una a una las
virtudes. La floración de éstas y la extirpación de aquellos se obraba en su
alma simultáneamente, y las diversas operaciones de las vías purgativa,
iluminativa y unitiva, que el análisis psicológico distingue en el trabajo de
la perfección cristiana, las cumplía él con facilidad y alegría de una manera
sintética por el solo hecho de buscar únicamente la semejanza con Cristo, de
obrar sólo por amor y de que el total renunciamiento de la pobreza,
desasiéndolo de todo, le colocaba inmediatamente en el estado de alma, esencial
para salir victorioso en los combates.
Resumen.- De suerte
que el amor de Dios no es solamente el término y la corona de la espiritualidad
de San Francisco, sino también el principio y la base de la misma; no es
solamente el resultado, el fruto y la recompensa de la victoria lograda sobre
sí: es, ante todo y sobre todo, su instrumento. De la vida espiritual de San
Francisco de Asís, obra maestra de la gracia divina y triunfo del amor de Dios,
se desprende con una claridad y un relieve más sorprendente tal vez que en la
de ningún otro santo, esta espiritualidad simplicísima que atribuye a la gracia
-y a la oración que nos la obtiene- el puesto principal en la labor de la
perfección; que reduce todas las operaciones de la vida interior y toda la
estrategia sabia y complicada entre vicios y virtudes a un solo acto, la
conquista de la más perfecta semejanza y de la más íntima unión con Cristo por
un solo motivo -el más poderoso-: el amor de Dios, y que, finalmente, exige una
sola condición para adquirir el amor de Dios, a saber, la plegaria humilde en
la meditación habitual de la Pasión de Jesucristo
La alegría franciscana
San
Bernardo: “Quien ama a la vida no es el libertino, sino el monje, porque este
último busca lo absoluto”. San Francisco
decía: “Cuando el alma anda triste, sola y atribulada, más fácilmente se
vuelve hacia los consuelos exteriores y los placeres vanos del mundo. Por eso
no se cansaba de inculcar las palabras del Apóstol: “Estad siempre alegres en
el Señor; os lo repito, estad legres» (Flp 4,4)….La “la alegría espiritual trae
su origen de la pureza del corazón y se adquiere por la devota oración”.
¿En qué consiste la verdadera alegría?: Caminando luego un poco más, San
Francisco gritó con fuerza: ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor
llegara a saber todas las lenguas, y todas las ciencias, y todas las
Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino
aun los secretos de las conciencias y de las almas, escribe que no es ésa la
perfecta alegría. Yendo un poco más adelante, Francisco volvió a llamarle
fuerte:
¡Oh hermano León, ovejuela de Dios!:
aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles, y conociera el curso
de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y le fueran descubiertos todos
los tesoros de la tierra, y conociera todas las propiedades de las aves y de
los peces y de todos los animales, y de los hombres, y de los árboles, y de las
piedras, y de las raíces, y de las aguas, escribe que no está en eso la
perfecta alegría.
Y, caminando todavía otro poco, San Francisco gritó fuerte: ¡Oh hermano
León!: aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a
convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la
perfecta alegría. Así fue continuando por espacio de dos millas. Por fin, el
hermano León, lleno de asombro, le preguntó: Padre, te pido, de parte de Dios,
que me digas en que está la perfecta alegría. Y San Francisco le respondió:
Si cuando lleguemos a Santa María de
los Ángeles, mojados como estamos por la lluvia y pasmados de frío, cubiertos
de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta del lugar y llega
malhumorado el portero y grita: «¿Quiénes sois vosotros?» Y nosotros le
decimos: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él dice: «¡Mentira! Sois dos
bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres.
¡Fuera de aquí!» Y no nos abre y nos tiene allí fuera aguantando la nieve y la
lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con paciencia,
sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias, esa crueldad y
ese rechazo, y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad, que el portero
nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros,
escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta. Y si nosotros
seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes,
como a indeseables importunos, diciendo: “¡Fuera de aquí, ladronzuelos
miserables; id al hospital, porque aquí no hay comida ni hospedaje para vosotros!”
Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh hermano
León!, escribe que aquí hay perfecta alegría. Y si nosotros, obligados por el
hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, gritando y suplicando
entre llantos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él más
enfurecido dice: «¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su
merecido». Y sale fuera con un palo nudoso y nos coge por el capucho, y nos
tira a tierra, y nos arrastra por la nieve, y nos apalea con todos los nudos de
aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos
de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de sobrellevar por
su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría.
Y ahora escucha la conclusión,
hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu
Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de
sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e
incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos,
ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y
si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo? Pero en la cruz de la tribulación y de la
aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice también
el Apóstol: No me quiero gloriar sino
en la cruz de Cristo.
El primero de los frutos de la espiritualidad franciscana es la alegría. La
alegría se nos presenta en la vida de San Francisco bajo un doble aspecto: como
medio y como expansión de la vida interior; es sucesivamente causa y efecto.
San Francisco veía en la tristeza -verdadera anemia espiritual- la prueba de la
tibieza y flojedad de un alma; la llamaba "mal de Babilonia", mal de
reprobados, mal que el demonio insinúa con habilidad y astucia en las almas. El
siervo de Dios, decía el Santo, debe poner todo su empeño en conservar su
alegría y en recurrir a la oración para recobrarla una vez perdida (2 Cel 125 y
128). Pero no toda alegría era de buena ley para el Seráfico Padre. La que
procede de la vanagloria (2 Cel 130), la que se prodiga en palabras ociosas y provoca
la risa, no le parecía menos odiosa que la misma tristeza (Adm 21). Esta
respuesta a alguno parecerá simple e ingenua, pero tiene una gran profundidad
teológica.
La alegría preconizada por San Francisco es un fervor de espíritu, una
prontitud y una disposición de cuerpo y alma para hacer con gusto y contento
todo el bien que esté a nuestro alcance. Esta alegría es el más seguro remedio
contra las mil astucias del enemigo, y provoca a practicar el bien a cuantos de
ella son testigos, mientras que el bien hecho sin este buen humor no puede
menos de entorpecer y retardar el impulso de cuantos nos rodean, sembrando la
duda en sus corazones (2 Cel 125). No conviene, por tanto, al siervo de Dios
estar triste, y por eso el Patriarca de los Menores escribió en su primera
Regla este aviso: «Guárdense los hermanos de manifestarse externamente tristes
e hipócritas sombríos; manifiéstense, por el contrario, gozosos en el Señor, y
alegres y convenientemente amables» (1 R 7; 2 Cel 128). De suerte que la
alegría de San Francisco es primeramente sistemática y voluntaria, y asegura
luego la victoria del espíritu sobre la carne. Esta es la perfecta alegría
enseñada a Fray León y el primer fruto de la espiritualidad, cuyo fundamento es
la abnegación total por medio de la pobreza. En la medida en que el corazón
rebosa amor, rebosa alegría, porque la suprema alegría está en el Señor.
La pobreza no la abrazaba por sí misma no por sí misma, sino por Jesús y a
imitación de Jesús. Este renunciamiento le abrigaba a que su único objetivo
fuera Dios. Por esta la alegría suprema era Dios. Los nombres normal y
legítimamente buscan la felicidad en las criaturas. Para los místicos la
suprema felicidad está en la unión mística del alma con Dios. Lo eterno es
preferido sobre lo efímero y contingente. El sentido de la vida está en el
Absoluto. Dios para el místico no es
sólo su principio sino su fin. En este camino siempre está, alegre, en la
medida que identifica con Cristo y Cristo con él. Es verdad que hay muchas
alegrías legítimas en la vida, pero para el místico el absoluto es Dios.
La pobreza rompe todas las ataduras humanas y le libra de muchas
esclavitudes y egoísmos. La pobreza, incluso la espiritual, hace al místico
mas libre, ya que le hace trascender lo
humano, para abrazarse sólo a Dios. Por esto lo que a los mortales les puede
dar una gota de felicidad, el místico pasa de todo y sólo le sobra Dios. San
Francisco, libre de todos estos obstáculos, se entrega de lleno a Dios. Nada
hay en el universo mundo, desde los ángeles del empíreo hasta la hierbecilla de
los campos, que no sea para él objeto de amor y admiración: los colores y
perfumes de las flores, los esplendores de la luz y del día, la serenidad de
las noches estrelladas, las caricias de los vientos, el murmullo de las fuentes
y el vibrar de las llamas, la sombra de las florestas, la majestad de las
montañas, la opulencia de trigales y viñedos, lo arroban de Dios en cuento que
son reflejo de ese amor tan profundo que embarga su alma en un éxtasis.
Exactamente igual le sucede a San Juan de la Cruz.
El optimismo
El optimismo y la alegría son casi iguales. El optimismo es una actitud
permanente ante la vida. Francisco se deleita en las magnificencias y en los
encantos de la naturaleza, aunque sin detenerse en ellos, tanto como el más
refinado de los estetas o diletantes. Remontándose hasta la primera causa de
las cosas, consideraba todos los seres como salidos del seno paternal de Dios,
y esta comunidad de origen establecía a sus ojos una verdadera fraternidad y
engendraba en su corazón tal ternura que le obligaba a amar y venerar la vida
por doquier Veía el mundo con una nueva luz, aún sin sonreir. . En este estado,
gustaba la alegría del alma que ha conquistado el dominio sobre todas las
potencias, la paz interior, la libertad de su vuelo hacia el Dios "todo
deseable", a quien, desasido ya de todo, podía dirigir estas dulcísimas
palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos”.
A partir de este momento, nada ni nadie podrá turbar su optimismo, basado
en un profundo conocimiento de la paternidad divina, en una confianza y
abandono verdaderamente filiales y en un tierno reconocimiento. Sus acciones,
encantadoramente espontáneas, sus graciosas ingenuidades, sus originales
exuberancias, que traen la sonrisa a nuestros labios y nos tientan a
considerarlas como excesos o niñerías, por ejemplo, las pruebas impuestas a
Fray Maseo (Florecillas 11-13), sus sermones a las avecillas, su compasión por
los corderillos que son llevados al matadero, su veneración para todo cuanto refleja
beldad y hermosura, y el nombre de "hermano" dado a todas las
criaturas -y hasta a la misma muerte-, son, ora la manifestación de la
embriaguez divina que se desbordaba en su corazón, ora un medio de reaccionar
contra la depravada naturaleza, ora la expresión conmovedora del sentimiento de
fraternidad universal, que en el momento mismo de ser hostigado de tentaciones,
colmado de enfermedades y casi ciego, pone en sus labios el admirable Cántico del Hermano Sol. Es un
optimismo casi cósmico, como sentía Teilard de Chardin.
Más bien que sonreír de sus cándidas efusiones y de sus pueriles y
superfluos cuidados, digamos con su biógrafo Tomás de Celano: “Y ahora, ¡oh
buen Jesús!, a una con los ángeles, te proclama admirable quien, viviendo en la
tierra, te predicaba amable a todas las criaturas» (1 Cel 81).
La paz como un
sueño.
»El Señor me reveló que dijésemos el saludo: “El Señor te dé la
paz”.(Testamento). Consejos
de san Francisco de Asís a sus frailes: “Que la paz que
anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que
ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra
mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia.
Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los
quebrados y para corregir a los equivocados.”
Taumaturgo
San francisco cura a un leproso: Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso.
Acercándose a él, le saludó diciendo: –Dios te dé la paz, hermano mío
carísimo.–Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso
enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y
hediondo?–Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del
cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito
cuando se sobrellevan con paciencia. –Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia
-respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es
sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos
hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben.
Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba
poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por
él. Terminada la oración, volvió y le dijo: –Hijo, te voy a servir yo
personalmente, ya que no estás contento de los otros. –Está bien -dijo el
enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?–Haré todo lo que tú
quieras -respondió San Francisco.–Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de
arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo. San
Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego
desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un
hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos
desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando
el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que
empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar
amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de
la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado
por la contrición y las lágrimas. Cuando se vio completamente sano de cuerpo y
alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz: –¡Ay de mí,
que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los
hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios! Estuvo así quince
días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo
entera confesión con el sacerdote.
La muerte
La muerte es final de peregrinaje hacia Dios, para el Místico, o dicho de
otra manera el definitivo encuentro. Dijo al médico que lo atendía: “Confortado
con la gracia del Espíritu Santo, estoy tan unido con mi Señor, que estoy
contento con morir como con vivir”. Entonces le dijo abiertamente el médico: “Padre,
según los conocimientos de nuestra ciencia médica, tu enfermedad no tiene cura,
y creo que a fines del mes de septiembre o a principios de octubre morirás”. Al
oír esto Francisco, que yacía en el
lecho, extendió con toda devoción y reverencia sus manos al Señor y dijo con
íntima alegría de alma y cuerpo: “Bienvenida sea mi hermana muerte. Y cual si
estas palabras hubiesen tenido virtud para despertar en su alma el estro
poético, añadió al Cántico del Hermano
Sol esta última estrofa: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la
muerte corporal”